05 enero 2011

La pecera

Respirábase la bohemia ya desde afuera. La nube de humo flotando sobre las mesas a través del vidrio otorgaba al bar su típico tinte fantasmagórico. Este bar era el lugar que yo frecuentaba para distracción luego de la jornada laboral, pero sobre todo para refugiarme en sus cuatro paredes eludiendo por gratos instantes la intemplanza del rugido social que caracteriza a las ciudades.
Siempre he pensado que estas cuevas guardan similitudes con peceras donde el tiempo desplegado en forma lenta y perezosa se deja arrastrar sin rumbo, encapsulado en la atmósfera confusa, espesa. Los clientes, algunos ebrios hasta más no poder y otros, con sus rostros aletargados explorando el profundo mar de pensamientos, desenvuelven un espectáculo ocioso. Así también los movimientos revisten una modorra somnífera, lo cual tiñe a nuestra pequeña realidad con un aire relajado semejante a cuando observamos el vuelo de aves a gran altura. Por ultimo la luz tenue, en una agonía interminable que torna cansina la visión, aportan cierta mística a la escena. Todo ocurre en una pequeña pecera. En este ámbito propicio para la bebida y la reflexión los concurrentes permanecemos durante horas virtualmente paralizados escarbando los confines del sentido de la vida.
El antro, ubicado a pocas cuadras de mi casa, es fiel testigo de borracheras memorables. Algunas en las que he sido protagonista estelar y otras cuando ocupé el rol de simple espectador. Lo cierto es que, con la constancia digna de un militar, asisto día a día entregándome dócil al efecto sedante del alcohol.
Desde el umbral di un vistazo rápido recorriendo el panorama que mostraba las ya conocidas cuatro paredes blancuzcas y apáticas que nos separaban de la calle, albergando ocho mesas desarregladas, ubicadas en forma radical, símbolo fehaciente de la informalidad del sitio. Habiendo tres mesas ocupadas, elegí una que yacía libre lindando con la pared de fondo y caminando a paso acelerado para evitar la atención de los clientes tome asiento. Esta ubicación permitía una especie de aislamiento que tranquilizaba, ya que mi timidez crónica hacia embarazosa la sola posibilidad de ser observado, y con esto reducía probabilidades. El humo rancio que generaban los cigarrillos mal apagados era reconfortante, sumergiéndome en una especie de ensueño.
La mirada del cantinero, como de costumbre, hacia caso omiso a mi llegada. Este era sin duda el detalle negativo del lugar; y es que a pesar haber tenido innumerables ocasiones para conversar, el individuo no parecía simpatizar conmigo por razones que desconozco. Con el paso del tiempo entendí que el no tenia la mas mínima intención de que esto cambiara, y lo hacia sentir. Sus ojos deambulaban al azar, un azar que casualmente nunca favorecía mis deseos. Debo reconocer que no mostraba interés alguno por complacer a nadie, solo que en su lista de preferencias era evidente que yo me encontraba relegado al último lugar. Ese desinterés generalizado del hombre estaba, según mi opinión, ligado a la monotonía de su profesión, no era más que un pez con ojos ensombrecidos escrutando la nada. La indiferencia se prolongó insoportablemente hasta que agitando la mano logré que se acercara con desdén.
- ¿Hola, hace mucho que está esperando? -
- Solo un par de minutos -
- No lo vi entrar -
- No se preocupe, no fue tanto -
A pesar de estar habituado a su juego hacia un leve esfuerzo para no escupirle el hartazgo, ya que estas exactas frases se repetían en cada uno de nuestros encuentros verbales. Así como ocurre cuando cruzamos en la calle a algún conocido que contesta automáticamente sin ni siquiera pensar lo que esta diciendo, el “bien” “todo tranquilo” son frases establecidas e inocentes, podría decirse que ni siquiera son voluntarias. Pero si a esto le sumamos la ironía del mesero la cuestión se torna insoportable.
- Que le gustaría tomar -
Consintiendo su supuesta ignorancia y con la intención de establecer una cordialidad ahora verdadera pregunté:
- ¿Qué puede ofrecerme? -
- Lo de siempre -
- Entonces tráigame lo de siempre -
Saboreando la humorada creí que finalmente se rompería el hielo entre nosotros. Iluso de mí, esperé durante segundos eternos su reacción, la cual nunca aconteció. El despiadado rostro se mantuvo inerte, ridiculizándome. La densidad de la situación me aplastaba disminuyendo angustiosamente el margen de error. Busque desesperadamente algo de alivio seleccionando con cautela las palabras y agregué en tono suplicante:
- O mejor una ginebra -
- Ah -
Volteó dejando la humillación en el aire. Era dominante, ejercía ese absurdo poder que podría definirse como “vocación de control en el dialogo”, una forma de imponerse que ocupa como herramientas la parquedad y la intimidación en la voz, mejor todavía si se aplica una mirada furtiva. Este idiota era experimentado. Cada vez que esto sucedía sentía ganas de escapar caminando sin más, aunque ahora entrenada la tolerancia soportaba con resignación el entredicho. Expectante quedé al momento de acercarse la ginebra, imaginando divertido que aparecía de la nada volando hacía mí, como un milagro celestial, aportando romanticismo al acontecimiento. Llegó en silencio, y alegre observé al sujeto retornar a su posición estratégica. Bebí prolongando el sorbo para disfrutar el calido placer de la garganta quemándose.
Repartidos en forma anárquica había otros parroquianos. A mi derecha se ubicaba un hombre alto, desgarbado, sus ojos frenéticamente abiertos denotaban cierta perversión. Parecía estar buscando algo con desesperación, o quizás a punto de hablar apasionadamente. Era imposible pasar por alto su nerviosismo inquieto, electricidad pura esperando la oportunidad de canalizarse. Modelando su vaso en forma ansiosa generaba en mí una simpatía manchada de humor. Cambié el foco de atención divisando a otros dos sujetos que mantenían una conversación irregular entre silencios, frases cortas y alguna carcajada aislada. Curioso detalle era el acuerdo que sus miradas firmaban tácitamente, aunque este se rompía durante las partes no habladas, haciendo el distraído. En estos casos si sus ojos chocaban, rápidamente dispersaban el contacto visual con una urgencia aparatosa, desmedida. Completaban la concurrencia otros 2 ejemplares. Uno de hombros contraídos y mirada perdida en algún horizonte. Este ser solitario y ensimismado denotaba frustración, angustia desmedida. Por ultimo sentado en la barra estaba quien yo apodaba Ramírez “el dormido”. El sobretodo marrón oscuro era una fija en él, como también la cabeza gacha inspeccionando la copa y mascullando un monologo interminable. No recuerdo una sola ocasión en que este individuo faltara a su cita de los atardeceres en la pulpería. El camarero era su eventual receptor. Esto no era de gran trascendencia y cuando el mozo se dirigía hacia las distintas mesas “el dormido” dedicaba el balbuceo a alguna persona invisible frente a él. Su boca aparentaba ser victima de una balada sin intensidad, prácticamente secreta. Recuerdo la plática que alguna vez mantuve con él, más bien un soliloquio:
“…Claro, lo único claro es que podría estar en prisión chupando un clavo durante horas, o en un campo de golf lanzando con buen tino y nada cambiaría. Prefiero el licor ya que al menos me deja dormir tranquilo. ¡No me interrumpa! Es curioso que todo el dinero que junté con mis actividades solo me conceda este placer barato hasta el día de mi partida hacia lo que espero sea una alucinación perpetua. El sueño reviste esa sensación de flotar, amar, odiar; cosas que en la vigilia carecen de total fuerza. No sería más que una idealización de la existencia, una existencia que desde la vigilia es imposible de llevar. Trasládese a un teatro donde los personajes juegan a darle color a este mundo tan poco romántico y conmovedor, predecible y absurdo. Ese color solo es posible en la representación y el sueño. Entre el sueño y la lucidez se encuentra lo que llamo “vigilia dulce”, en que uno no esta despierto, pero tampoco dormido, nada se puede tocar ni hacer, pero sentimos la calida sensación de inmensidad. Si bien uno cae en éxtasis, no se alcanza a cristalizar la ficción del soñar. Lo irónico de esta etapa es que ni siquiera le prestamos conciencia cuando definitivamente es el laboratorio más idóneo para el arte. El arte proyecta la máxima utopía, y la vida es una prueba irrefutable de este imposible. Entonces porque no morir olvidando esta burda y malhumorada realidad donde las cosas nunca son lo que uno espera. Piense por un momento que la vida es solo un tétrico paisaje que debemos atravesar para que la maquiavélica dama, que todo lo ha previsto, avance con su manto lúgubre finalizando este sinsentido al que hemos sido condenados, dando al menos algo de coherencia a este estúpido y efímero tránsito …”
Terminado su razonamiento lanzo una carcajada electrizante. El acento estridente de su mueca me paralizó. Por vez primera enfocó su indignado rostro hacia mi persona elevando el tono:
-¡Ahora aléjese, no ve que no puedo tomar tranquilo! ¡Y de todos modos ya dije muchas insensateces por hoy!
Concentrado nuevamente en su vaso quede parado sin saber que hacer o decir. Resolví regresar a la mesa. En el trayecto no podía faltar una última declaración inundada de repulsión y gritó:
- ¡Valla a acostarse, no desperdicie su tiempo! -
Seguido esto por una melancólica risotada. Su notable pesimismo no admitía fronteras.

De esto hacía ya mucho tiempo. Por si acaso nunca más dialogué con él. Tampoco volví a escucharlo hablar tan compenetrado como en aquel incidente. Colthrane era expulsado por los parlantes de la maquina de música y con su aparente antiestética sonora hacia desaparecer el entorno, desdibujando la realidad, derrotándola. Ingerí otro poco de ginebra. La temperatura del cuerpo ascendía acusando la dosis alcohólica. La rítmica de la noche se volvía mas pausada al tiempo que las ideas comenzaban a flexibilizarse inmersas en la apacible calma que paulatinamente me subyugaba. Me alegré de súbito al ver a Mauricio, acérrimo amigo, ingresando al tugurio. Era una posibilidad con la que yo siempre contaba y muchas veces el único motivo para concurrir. Con este simpático compañero de trabajo encarnábamos tertulias hasta altas horas de la madrugada alternando sonrisas, confrontaciones y complicidades. Su andar reflejaba un cielo templado, la suave tranquilidad en transito. Inspeccionó el lugar sin reprimir un movimiento de cejas expresando gozo por el encuentro, estableciendo un pacto visual que nos apartaba del contexto. Similar a lo que acontece en un escenario cuando las luces, penetrando la oscuridad, se posan exclusivamente sobre el radio de los actores aislándolos en el espacio. Como si el destino premeditara reuniones trascendentales en el aparato musical repiqueteaba la generosa trompeta de Louis Armstrong y su “Maravilloso Mundo”. Luego de los saludos de rigor tomó ubicación a mi lado y no pudo ocultar un ademán campechano al escuchar mi relato sobre “el dormilón”.
- Lo cual no es tan ilógico, lo que tú consideras oro, no es para el mas que un metal que lejos de brillar es una peso innecesario de cargar. Y si estableciéramos una proporcionalidad inversa, a medida que la vida va perdiendo sentido, la muerte se fortalece como una tentadora solución.-
- Entonces este sujeto es un cobarde - Arremetí. - Porque todos sabemos que quitarse la vida no es algo difícil de hacer -
- Si así fuera, cobarde sería la convicción, no los motivos. En definitiva no sería mas que un problema de resolución y porque no de comodidad. La comodidad que a este sujeto le dificulta la acción del suicidio no sería más que un reflejo de su más profundo temor, como lo son muchos de nuestros actos. Por lo tanto, la deshonestidad hacia si mismo condiciona su amarga existencia. No hay nada más cíclicamente alienador y desalmante para los seres humanos que el confort, así esta pereza va poco a poco deshaciendo la esencia misma en nosotros. Como un pincel que puesto en retroceso borrara poco a poco la obra de arte enigmática y sutil que somos, para quedar vacíos finalmente, desdibujando incluso el lienzo donde yacíamos y volviéndonos transparentes, sin dolor. Y esto amigo mío, si que es la muerte en vida, por que la mirada es máximo exponente de nuestras alegrías y desdichas. Agobiante es saber que muchas veces el terror se pliega en la raíz de nuestros procederes, el pensamiento, lo cual es aún peor, por que pensamiento cobarde no merece acción alguna, solo una desesperación agónica interminable. Ya que quien no vive la vida, desconoce lo que se muere.
- Entiendo lo que decís, solo que no comprendo como este sujeto es incapaz de ver la belleza ante sus ojos. El trabajo, los amigos, la vida toda. Es solo una cuestión de sentido común.-
- ¡Ja! El sentido común. El sentido común no es más que una inútil creencia en las estadísticas de una supuesta mayoría, que no es tal, respaldando ciertas hipótesis de cómo las cosas deberían ser o hacerse. Lo que este magnífico concepto expone es lo que haría cualquiera en lugar de este sujeto, pero su genialidad pasa por alto esta simple pregunta ¿Que haría él en su lugar?, algo que nunca sabremos. Esto implica que la delirante construcción lógica omite la obviedad de que cada persona es diferente a las otras basándose en la ecuación robótica que indica que cuando alguien asiste a un velorio debe llorar, con sus amigos debe reír y así hasta agotar posibilidades. Ésta, otra torpe conclusión ya que el espectro de situaciones que presenciaremos es inagotable cada vez que vivimos fuera de los libros. Shakespeare es un gran dramaturgo, y muy apasionante por cierto, pero su hermoso relato nunca será vivenciado con exactitud, y solo con algo de fortuna la realidad podrá asemejarse, pero nunca repetir el texto letra por letra. Dando lugar a historias más intensas y otras menos, pero no iguales.
Nos vimos interrumpidos por el de ojos saltones que se ubicaba a mi derecha cuando sorpresivamente comenzó vociferar:
- ¡Mas locos y menos lobos, más locos y menos lobos! - Al tiempo que su tono era cada vez más potente, de una hilaridad insoportable.- ¡Más locos y menos lobos está por arribar! -
La sonrisa de oreja a oreja poseía sus alaridos desbocados, poniendo a prueba mi paciencia. En otra reacción inesperada el chiflado salió disparado hacia la calle tropezando con lo que había en su marcha trastornada hasta que desapareció sin mas explicación. Enigmática condición la de un desequilibrado para el cual el ánimo nace, mure, renace, muere y así sucesivamente en un desequilibrio interminable. Ya sosegado reparé en el inconfundible y cálido sonido de la risa de Mauricio, que sereno reanudaba la conversación.
- Elocuente exposición la del lunático. ¿No crees?
Dejó flotar la pregunta retórica por unos segundos, y prosiguió:
- Sublime demostración de intensidad la que nos ha regalado. Evidentemente has quedado aturdido, pero si observas a los demás concurrentes podrás notar que ni siquiera han prestado interés al episodio. Parecen estar acostumbrados a este sujeto, lo cual paradójicamente hace de su actitud, una actitud algo normal ante ellos, y en el peor de los casos una cosa divertida. Esto nos hace recaer en la inevitable deducción de que la locura no es más que un término espacial y temporal. Cuantos profetas actuales sufren por este rótulo, cuantos artistas se ahogan en el alcohol buscando el elixir que les permita evadir tal inscripción en su pecho, en una patética resistencia obligada, la salida menos tortuosa. Con el simple consentimiento de las masas sucedieron la crucifixión de Jesús, la inquisición, las ejecuciones de Hitler y otras normalidades en sus respectivas épocas. La vida de Jesús, este sacrificado protagonista de un dramático cuento de hadas, nos deja un claro mensaje, el cual a pesar del tiempo no hemos logrado captar. Volviendo al trastornado, muchas veces pienso que esas supuesta insanía reprimida que todos poseemos es la causa del aburrimiento en que estamos sumergidos.
- Según mi parecer este es un pobre perturbado mental y nada más que eso. Sería ridículo defender su extravagancia. ¿Cómo pretendemos aspirar a algún tipo de orden comunitario? ¿Cuál será su próxima locura?
- Curiosa terquedad erguida la que muestras. Piensa que la represión de los impulsos puros nos hace comunes, ordinarios. Lo cual lleva a una aventura, si es que merece tan digno nombre, muy sencilla y de resultados inmediatos, conocidos y de bajo riesgo emotivo. Pero el bajo riesgo es complementario con la pobre gratificación resultante. Solo la soberbia, combinación de arrogancia con ignorancia, pude hacernos llamar locos a los demás con la intención de blasfemar, ya que el prodigioso sentido común, que en este caso sirve a nuestro motivo, opone loco a normal. ¿Y no es acaso normal lo contrario a extraordinario? Y siguiendo esta premisa ¿no es acaso el loco un ser extraordinario, no envidias su intensidad? Ahora observa a aquel otro hombre.-
Mauricio señalaba al de hombros contraídos y mirada angustiada que yo había captado al pasar apenas empezada mi incursión en la ginebra.
- Otro misterioso humano ahondando en los abismos de lo que parece ser una crisis nefasta. Ese abismo donde el hombre se observa, duda, desafía, desata su furia, apacigua y finalmente comprende o al menos concilia la realidad con sus deseos. Un fenómeno asombroso, y a la vez una muestra innegable de lo cambiantes que podemos ser. Correcto sería que sabiendo esto debamos descartar cualquier tipo de encasillamiento de la personalidad. Las sensaciones de alegría, tristeza, furia, envasadazas por nuestros magnificentes científicos nunca permitirán dilucidar el origen preciso de estos cambios anímicos. Es por eso que estos genios de laboratorio no hacen más que perder el tiempo buscando la clave de la perfección del hombre, muchas veces en la razón, olvidando que nuestra naturaleza es más bien imperfecta y dinámica, lo cual nos hace impredecibles e irracionales en muchas ocasiones. Deberían dejarle al alma lo que es del alma, y a la razón lo que es de la razón. Es un juego bastante arrogante subestimar a la especie por medio de la generalización, aunque la ciencia lo encuentre divertido. Lo que no saben es que habiendo destruido todos los mitos de la historia han dado con el más incorruptible de todos: El hombre y su pensamiento. Describir lo infinito del cielo es imposible, pero querer tocarlo con las manos raya con una imbecilidad intolerable -
Con sorpresa vimos repentinamente al chiflado reingresar por la puerta, ahora tomado de la mano de una mujer madura, de aspecto sombrío y rostro rasgado estoicamente, ese gesto adusto que describe años de dura batalla desembocando en la representación de una templada frialdad, imposible de pasar por alto. Mi mente divagó por un breve lapso fantaseando que el lunático apremiado por la dama, que podría ser su madre, había vuelto a pedir disculpas por su arrebato de minutos antes. Lo que ocurrió después no guardó ninguna relación con mi entretenida imaginación. Tomaron la antigua ubicación, ella con la firmeza en el rostro mientras el se mantenía ensimismado. El letargo del hombre se esfumo en un santiamén al tiempo que se puso de pie. La mujer lo rodeó con sus brazos impidiéndole moverse. El hombre detuvo el forcejeo de un momento a otro. Se quedaron ahí parados, inmóviles, mirándose con furia. En un momento en que ella se distrajo aflojando sus fuerzas el sujeto realizó otro intento por soltarse, sin resultados satisfactorios, hasta que finalmente mordiendo una mano de la reclutadora el rehén escapó iniciando una vez más su conocido repertorio oral:
- ¡Más locos y menos lobos, más locos y menos lobos está por arribar! -
Simultáneamente emprendió la huida, que no era tal, ya que su trote se limitaba al interior del bar. Éramos invitados de lujo de la persecución insólita que ambos interpretaban. Caían sillas, mesas, botellas, pero nada parecía capaz de detenerlos. Los clientes advertían excitados la contienda al tiempo que a coro acompañaban:
- Más locos y menos lobos, más locos y menos lobos está por arribar. –
Algunos erraban de vez en cuando debido al desbordante frenesí que los inundaba, reanudando el cántico para, ahora si, evitar desajustes que importunaran a los demás. Buscaban la perfecta pronunciación, pero por sobre todo una melodía armoniosa y ordenada. Trabajaban solidariamente para lograr un sonido uniforme.
- ¡Más locos y menos lobos, más locos y menos lobos está por arribar! -
Compartían miradas de júbilo apremiándose con regocijo, parte todos de una sinfonía trastornada. Sus rostros infantiles iluminaban gozosamente la escena. Pensé que estaban satisfechos, habían logrado el efecto sonoro propuesto. Pero lo mas absurdo estaba por acontecer. Tropezando con una mesa el fugitivo se precipitó cayendo bruscamente al suelo. Dándole alcance, la mujer, comenzó a propinarle golpes de todo tipo, primero con los pies y luego, agachándose, con los puños ejecutaba una verdadera paliza al tiempo que la concurrencia ahora con palmas continuaba con sus cantos:
- Más locos y menos lobos, más locos y menos lobos está por arribar.-
El tumulto era ensordecedor. La fémina, cumplido su objetivo, enfiló hacia la salida evaporándose envuelta en aplausos. La victima quedó tendida inmóvil respirando con dificultad. Nos acercamos para darle auxilio pero a fuerza de manotazos imposibilitó cualquier buena intención. Cansado ya de tan insalubre circunstancia le pedí a Mauricio que abandonáramos el lugar, a lo que accedió sin demora.
Caminamos en silencio durante gran parte del trayecto, inmersos en nuestras reflexiones. De tanto en tanto nos mirábamos sonriendo levemente. La luna estaba resplandeciente aportando claridad a la noche. Siempre he creído que mis cavilaciones alcanzan su punto justo durante la oscuridad, la psiquis adquiriendo su máximo esplendor. Es como si el día entregara, mediante las percepciones, sus delicias a nuestros sentidos, pero es la noche quien guarda los secretos de la introspección. Durante el recorrido tropezamos con Javier, otro compañero de trabajo, que desde la acera de enfrente nos saludó agitando su mano, a lo que respondimos de igual manera. Al llegar a mi casa nos despedimos. Quedé esperando el abrazo de Mauricio que solo me brindó un tibio saludo verbal y una vez que mi camarada desapareció prorrumpí en un llanto desconsolado. Luego me dominaron los deseos de reír, y así lo hice dejando escapar una potente carcajada. Entré a mi hogar y fui directo hacia el sofá de la sala de estar. Concentré mis últimas energías en mi afición predilecta, la pecera sobre la cómoda, hasta acabar dulcemente dormido.

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