05 septiembre 2013

La Solistería

Estoy muy cansado, mi cabeza es una bomba de tiempo. Creo que este es el fin, el que busqué sin querer, o quizá lo quise. La crónica de los últimos pasos del destino comienza a repetirse en mi cabeza, y aunque ahora todo parece evidente, no lo fue mientras ocurría.

Me acerqué con cautela. El panorama era el de una hostería derruida por fuera, las paredes porosas imprimían en mis sentidos la tristeza, una tristeza urgente. Era claro que el tiempo había hecho estragos en la pintura, derrotando la belleza. Pero este no era un tiempo como el que pasa en nuestras vidas, porque yo sabía que el tiempo en este lugar era lento y los minutos se arrastraban como orugas. Las ventanas se asomaban tras persianas desvencijadas que aportaban un efecto tenebroso a la fachada, como ojos de este monumento a la desolación.
Llegué hasta la recepción que se encontraba a la izquierda de la entrada, Frente a la entrada se veía un pasillo envuelto en una luz tenue.
- Bienvenido a la Solistería. ¿Qué le puedo ofrecer?
Me recibió una recepcionista pálida, con esas ojeras de los que pierden la batalla contra el insomnio.
- Deseo que me muestre el establecimiento, pienso dormir aquí esta noche.
De hecho, el plan era quedarme solo por una noche, pero un plan no es más que el borrador del original que el destino escribe.
-Sígame. Es tarde y usted debe estar cansado del viaje, lo llevaré a la habitación. Mañana le mostraré el resto de la posada.
- Muchas gracias, realmente ha sido un viaje largo.
Cuando la mujer enfiló hacia el pasillo pude observar la exagerada encorvadura de su cuerpo, pero peor fue cuando mis ojos dieron con su cabello, que más que cabello parecía paja. Mi mente se alejó por unos momentos alucinando sobre esta idea, pero la flexibilidad de los movimientos de la mujer me tranquilizó y me dije casi emocionado ¡no es un espantapájaros!.
Nos aventuramos por el pasillo que contaba de ocho puertas, cuatro a cada costado. La mujer abrió la primera de la derecha luego de usar dos llaves para la misma cantidad de cerrojos que decoraba la puerta, cosa que me causó la sensación de seguridad
- No es la mejor habitación, pero necesito tiempo para acondicionar las otras seis. El baño se encuentra al final del pasillo del lado izquierdo.
¿Las otras seis? Pensé para mis adentros y no pude contener una risa que me dejó bastante mal parado. Ella me miró con desdén, dio media vuelta y se fue.
Una vez retirada la mujer permanecí en el portal y observé los tres cerrojos en la puerta de enfrente, no dos. Esto fue algo curioso, pero cuando caminé hasta el baño mi desconcierto creció, ya que a medida que el pasillo avanzaba el número de cerrojos iba en aumento hasta llegar a siete en la puerta frente al baño.
Dudas aparte entré en mi habitación que se equipada con una cama a la izquierda, la respectiva mesa de luz a la derecha, y sobre el otro costado del cuarto un armario de tamaño ínfimo en el cual coloqué algunos efectos personales, lo que no encontró lugar en el armario lo deje al lado de éste. También había una ventana que medía varias veces lo que el armario. La noche cayó y ordenado mi equipaje me entregué al sueño.

Me levanté, mire hacia los costados y descubrí este lugar hermoso, probable para mí pero confusamente inalcanzable. Podía tocarlo pero era imposible palpar su perfecta armonía. Los árboles esperaban inquietos, las hojas caían violentamente sobre mi cabeza y a la vida llegó el inmenso otoño.

Desperté envuelto en transpiración, contemplé la habitación y sólo en ese momento comprendí la nefasta influencia de ésta. Cosas a las que no había prestado atención durante mi llegada, como el color cetrino de las paredes, una alfombra desecha y la gran ventana proyectando el día nublado potenciaron mi malestar. El aire estaba viciado de melancolía, de recuerdos sin cabeza. Este estado, por ser nuevo para mí, se me ocurrió algo intrigante.
“Nuevo día, nueva vida” decía siempre Raúl. Decidí salir de la habitación para dar un paseo que refrescara mi ánimo.
- ¡Mierda!
El susto de ver a la recepcionista ni bien abrí la puerta me dejó atónito
- Buenos días, ¿Cómo amaneció mi amiguito?
Con un hilillo de voz respondí:
- Bien, gracias. He tenido mañanas mejores.
- Que pena, bueno, nada que hacer, hay mañanas mejores que otras. Vine a recomendarle conocer el piso superior, es un deleite. Mientras tanto yo trasladaré sus cosas a la nueva habitación.
- Pero es que no se si me quedaré esta noche.
- ¡Quédese hombre! no acaba de llegar y ya se quiere ir.
- ¿Es necesario cambiar de habitación?
- Absolutamente.
Cualquier respuesta hubiera admitido réplica, cualquiera menos esa. En principio sospeché que había algo de cinismo en su tono, pero luego pensé que la pobre mujer no merecía tal injusta sospecha, solo hacía su trabajo y estaba siendo servicial para conmigo.
La curiosidad sobre la fémina se esfumó para dar paso a otra. ¿Qué habría en el piso de arriba?
Fui hasta la recepción y tomé la escalera que se encontraba en el otro extremo de la entrada. Percibí la atenta mirada de la mujer midiendo mis pasos, el peso de sus ojos hacía duros mis movimientos y aunque fingí no percibirla el esfuerzo fue inútil, actué con la mayor naturalidad posible pero no pude evitar el impulso de apurar los últimos pasos hasta coronar la cima. Pensé misión cumplida, y volví a la comodidad.
La sala del primer piso era acogedora, aunque de una forma rara. Dos sillones enfrentados entre sí a derecha e izquierda, de frente un banquillo testigo principal del televisor que se hallaba al fondo, y detrás del televisor una biblioteca colmada de libros. Fui hasta la biblioteca y examiné un par de ejemplares. Pero cuando estaba seguro de que eran libros, la realidad no fue tan literaria, y revisando de izquierda a derecha los estantes observé que sólo eran cuadernos en blanco con tapas de cuero, al estilo artesanal. Si, cuadernos con páginas vacías.
No sentía ganas de ver televisión, por lo que tomé uno de los cuadernos, entendiendo que estaban ahí al servicio de la clientela, y acepté el viejo desafío de redactar algo de mi propia creación. Me acorde de Pablo, que siempre decía que la hoja en blanco es como un neuropsiquiátrico donde uno manda las ideas que es necesario sacarse de encima para no enloquecer al resto.
Bajé hasta la nueva habitación, no sin antes cruzarme con la profunda mirada de la mujer, que tenía cara de estar disfrutando cada uno de mis movimientos, lo cual me pareció razonable, debía estar bastante aburrida ya que en apariencia éramos las únicas personas en la hostería. Había tres cerrojos en la puerta y luego de acompañarme y señalar las diferencias entre este cuarto y el anterior la mujer volvió a su puesto de trabajo. Estas diferencias se resumían a un armario dos veces lo que el de la primera habitación y una ventana más pequeña, en cuanto a las paredes eran cuartos gemelos.
Dentro de la habitación sentí un cansancio extraño, seguido de cerca por la angustia. Probablemente la ausencia de acontecimientos en la pensión fuese la razón principal de este sentir. Decidí que escribir sería lo mejor.
Si bien al inició costó un poco largar la mano, luego de unos minutos la escritura comenzó a fluir. Los recuerdos pasaban a través de mi bolígrafo como ríos que desembocan en el mar blanco de papel. Apareció en mi memoria el gato, y también todos los desastres que hacía en casa, y como se escapaba por las noches, como si dejara de existir, pero por las noches solo dejaba de existir para mí, no para el mundo, con ese anonimato que lo tornaba tan misterioso. De día vida humana con leche y comida, de noche vida gatuna, no era ningún pelotudo ese gato.
Mientras más me refugiaba en el cuaderno se colaban en mi cabeza sensaciones ambiguas, por momentos alegría, liviandad y a veces tristeza e incluso desesperación. Sentía que a medida que los pensamientos se refugiaban en las hojas se perdían en la oscuridad, como ficheros que luego de estar en nuestras manos, van a parar a un cajón.
En un momento de distracción miré hacia la ventana y caí en la cuenta de que ya era de noche, y un cierto orgullo se apoderó de mí: había permanecido escribiendo por largo rato. Mi vanidad se regodeaba con la idea de que inesperadamente yo era un escritor, porque dedicarle tanto tiempo al papel y el bolígrafo no era cosa tan simple. Yo, escritor, suena bien. Luego de tanto esfuerzo literario el sueño me mandó a dormir.

Iba por un sendero, pero el avance no dependía de la caminata sino que el sendero se movía con autonomía, llevándome como en una escalera mecánica pero sin escalones. La velocidad del mecanismo fue al principio lenta pero luego comenzó a acelerarse. Personas conocidas se arremolinaban a los costados festejando el desfile del que yo era el único protagonista, y después de algunos saludos se perdían detrás. Daba la sensación de que caían en un agujero negro, porque cuando volvía la cabeza simplemente desaparecían en la oscuridad. A pesar de la angustia de perderlos de vista y luego de varios intentos de retroceso noté que estaba pegado al suelo, volver era imposible. Comencé a gritarles, a pedirles que hicieran algo, pero no había caso, tan pronto aparecían, desaparecían. Las personas conocidas dieron lugar a otros individuos que no había visto nunca, los cuales de repente comenzaron a propinarme golpes en la cabeza y espalda. Los manotazos llovían incesantemente desde ambos lados, luego de un fuerte mareo perdí la conciencia y derrumbado en el suelo abandoné toda esperanza, entonces entendí que no volvería a verlos.

¿A quienes? Mi propia voz retumbó en el cuarto entre la transpiración y la confusión. Retorné a la tranquilad cuando comprendí que los manotazos no eran más que la metáfora de golpes en la puerta. Fui parsimoniosamente hasta la puerta y luego de abrir encontré a la recepcionista. Pensé que esto de las interrupciones se estaba volviendo irritante pero no dije nada.
- Como veo que empezó a escribir he dispuesto el próximo cuarto. Disculpe que lo despierte, lo que sucede es que ya son las diez de la mañana, y los cambios de habitación deben ser realizados antes de las diez.
- ¿Pero quien le ha dicho que pienso quedarme un día más?-
- Ah, disculpe, pero como usted no dijo nada en el día de ayer preparé el cuarto de enfrente. Sepa que si no va a permanecer en la pensión tiene que dar aviso al menos veinticuatro horas antes.
- Pero yo no lo sabía.
- Bueno, eso no es mi culpa, yo no hago las preguntas, sólo contesto.
Si antes estaba irritado en este momento hubiera estrangulado a la recepcionista. Pero no había nada que hacer, reglamentos son reglamentos.
- Bueno, necesito un tiempo para reacomodar mis cosas. Oiga ¿No puedo permanecer en esta habitación?
- Lo que sucede es que el armario es muy chico.
¿Que podía contestar a semejante incoherencia? Como no sabía que decir simplemente asentí, y de todos modos era cierto que el armario era pequeño. Ante mi silencio la mujer continuó:
- Si, creo que la próxima habitación es más adecuada para guardar los cuadernos que usted vaya utilizando.
Como una luz que se enciende entendí de repente que la mujer se había enterado de mi atrevimiento al tomar los cuadernos y pensé que sería adecuado dar explicaciones.
- Ah, si. Supuse que los cuadernos eran para los visitantes.
- Naturalmente. La expresión es la válvula de escape de la emoción. No se preocupe, que para eso están los cuadernos.
Su claridad no condecía con su aspecto.
- Ah, otra cosa. Relájese que yo misma llevaré sus cosas al otro cuarto, que para eso me pagan.
- Bueno, pero déme un tiempo para poner las cosas en la valija.
- No hace falta, usted diviértase por ahí que yo me encargo de los detalles.
Mejor imposible. La seguridad de la mujer me convertía en un hombre sumiso, dócil a sus ofrecimientos, por lo que accedí sin demora.
Sin nada que hacer decidí volver a examinar el piso de arriba. Fui hasta la escalera y esta vez, sin la presión de ser observado, subí con tranquilidad los peldaños. No tenía deseos de escribir, por lo que encendí el televisor.
La imagen mostraba una habitación en penumbras, en la que no se veían objetos ni personas o siquiera una ventana, nada, absolutamente nada más que una pared. Había algo extrañamente familiar en la imagen. Permanecí a la espera de algún movimiento, pero pasaron los minutos y la escena no se modificó, una pared, penumbras y silencio. Aburrido de la falta de acción intenté cambiar de canal, pero no existía otra señal. Si esto era lo único que transmitían por aquí no se quien querría un televisor.
Lo apagué, no valía la pena perder el tiempo con la imagen del cuarto vacío. Considerando la escritura como la única opción del momento tomé otro cuaderno, y luego de asegurar su virginidad lo archivé bajo mi axila.
Cuando bajé la escalera me encontré con la recepcionista que con ojos alegres dijo:
- Su habitación lo espera con ansias. Es la de la segunda puerta a la derecha.
- Muchas gracias.
Cuatro cerrojos. Esta habitación contaba con una ventana un poco más pequeña que la última, pero un armario más grande. La mujer me acompañó hasta la puerta y luego de algunas palabras sonrió satisfecha y dio media vuelta. Comprendí que estos pequeños detalles eran la sal de su vida, ¿de que otra cosa podía alegrarse? Una vez cerrada la puerta prorrumpí en una carcajada descontrolada. No se bien de donde venía esta risa nerviosa, pero venía. Creo que en el fondo la actitud excesivamente comprometida de la recepcionista intranquilizaba, y sin saber porque causaba sensaciones difusas en mí.
Luego de adaptarme a la nueva habitación dispuse el cuaderno y el bolígrafo para una nueva redacción. Claro, una leve inspiración aparecía y era poco recomendable desaprovecharla. El proyecto inmediato era escribir.
Entre letra y letra caían, de forma vertiginosa, los motivos que me trajeron a esta hostería. Ataques de ansiedad que se habían vuelto costumbre en este último año habían llenado mi espíritu de caos. La piezas de mi existencia se desmoronaron un día y comencé a cuestionarme porqué hacía lo que hacía. Las preguntas se fueron amalgamando una sobre otra como una pirámide invertida, que se fue abriendo cada vez más, volviéndose inabarcable. Lo hermoso acabó en tedio, las amistades en cajas vacías, y los amores en un planeta desconocido. Volcando palabras en el papel la alegría de escribir dejó lugar a la angustia de un pasado inmediato resquebrajado por la desdicha, y aunque por un lado sentía cierta liberación, por el otro asomaba una soledad insoportable en el cuarto de la pensión, una soledad que escupía tristeza.
Una voz violenta en el pasillo diluyó la inspiración. Luego de confirmar que la voz era real salí para ver lo que sucedía. No recordaba haber bloqueado los cuatro cerrojos, por lo que tiré de la puerta varias veces como un estúpido antes de descorrerlos y poder abrir. Transitando el pasillo y desde el fondo venía un hombre que parecía ofuscado. Lucía cabello desordenado, barba de por lo menos cinco días y ropas viejas. Al pasar a mi lado murmuró:
- ¡Suerte idiota!
No dije nada, el sujeto continuó su camino y habló una vez más antes de salir.
- Estoy harto de este lugar.
La mujer no pareció molestarse y siguió con sus ocupaciones con la tranquilidad de siempre. Cuando el sujeto hubo salido la joven susurró:
- Ya veremos.
La Solistería no destacaba por la gran cantidad de clientes, y sin embargo la mujer parecía segura de que el sujeto volvería. Por un momento pensé que en realidad había otros visitantes en el lugar, solo que la casualidad los ocultaba de mi vista.
De cualquier manera, los problemas entre la recepcionista y otros clientes no eran mis problemas, por lo que fui hasta el piso de arriba para distraerme. Necesitaba otro cuaderno, los que tenía en la habitación estaban escritos en su totalidad. Decidí darle una nueva oportunidad al televisor.
La habitación en penumbras seguía en su lugar, con la diferencia que ahora se escuchaba un leve sonido. Aguzando el oído concluí que lo que se escuchaba eran gemidos, gemidos de una persona. El sonido era desgarrador, y a medida que pasaban los segundo el horror comenzó a latir en mí, helándome la sangre. Busqué desesperado algún indicio de humanidad en la pantalla, pero fue en vano. Con el ánimo turbado apagué el televisor, sumido en un terror indecible. Cómo podían transmitir escenas tan patéticas. Era ridículo.
La náusea brotó de repente y quise vomitar. Recogí el cuaderno que había dejado en el suelo y descendí a paso rápido la escalera. Cuando llegué a la recepción maldije el hecho de no recordar donde se encontraba el baño.
- Al final del pasillo, puerta izquierda.
No tuve tiempo de agradecer a la mujer y corrí hacia mi objetivo. Entré a los tropezones, dejé el cuaderno a un costado y me dispuse a vomitar en el inodoro. Sólo ahí comprendí lo inútil del intento, no había comido nada desde mi llegada a la Solistería. El flujo de arcadas se tornó asfixiante, y pensé que el estómago me saldría por la boca. El estómago permaneció en su lugar, las arcadas se detuvieron y me desvanecí a un costado del inodoro con una alegría infantil.
Todavía confuso por la circunstancia reflexioné sobre el hecho de no haber ingerido comida durante tanto tiempo. El hambre se había ausentado durante los últimos días, algo no estaba bien.
No se en que momento llegué a la habitación. Estaba exhausto y solo pude dormir.

El incendio era caótico, mi casa natal se destruía y no podía hacer nada al respecto, estaba pegado al suelo. La escuela a la que alguna vez asistí se encontraba inexplicablemente frente a la casa, y al lado de la escuela la academia de teatro. El fuego se expandía al tiempo que Rubén, mi profesor de teatro, gritaba con frenesí que el calor es parte de la vida y tarde o temprano llega. Comencé a llorar desconsolado, no entendía nada, y luego de ver a Rubén hablando excitado lo golpeé en la espalda pidiéndole que se callara. Su gesto fue de confusión, como si no comprendiera el desastre que se desarrollaba. Pasado el momento de sobresalto sus ojos se agrandaron y me observaron excitados. Comenzó a gritar:
- Es que vos no entendés. La destrucción es necesaria, sino como hacemos para empezar de nuevo.
- Rubén, mi casa se quema.
- Pero tu casa no es tuya, es de los que te la dejaron. Tu casa es otra.
Sus palabras entraron por un oído saliendo por el otro y como era evidente que no Rubén no razonaba insistí:
- Rubén, escuchame bien, esa es mi casa y se está quemando, junto a la escuela y a tu academia de teatro.
Con mirada paciente se fijó en mí y luego de unos segundos volvió a exaltarse contemplando el desastre y susurrando:
- Yo sabía, yo sabía.

Afortunadamente desperté, no era más que una pesadilla. Aliviado me senté en la cama y dejé pasar los minutos. Mi cabeza era un volcán de sudor.
Ni bien me recuperé se escucharon golpes en la puerta. Con la irritación en bandeja abrí y encontré a la recepcionista que con alegría dijo:
- Hola compañero, espero haya disfrutado la noche. Despídase de su habitación, tengo una mejor para usted.
Si hubiera hablado desde la emoción en ese momento el conflicto hubiera sido instantáneo, pero asentí.
- Salga, relájese, que la mudanza de cuarto está en mis manos.
- Bueno, gracias. Solo déme unos minutos para recuperarme del sueño de anoche.
- ¿Feo sueño?
- He tenido mejores.
- No se preocupe, siempre se puede soñar peor, agradezca que todavía puede soportar las pesadillas.
La jovialidad con que habló no hizo más que irritarme, pero antes de que pudiera protestar la mujer dio media vuelta y se dirigió a su puesto de trabajo.
Sentí grandes deseos de salir de la posada, pero en cuanto llegué a la puerta una fuerza extraña me retuvo. De cualquier manera no había más que desierto en los alrededores, nada para ver, nada para hacer.
Nuevamente en el piso de arriba decidí pensar. ¿Por qué mi casa se quemaba? ¿Qué hacía Rubén en el sueño? ¿Cuándo fue la última vez que visité a mis padres? La pirámide lejos de disminuir, se elevaba.
Mientras reflexionaba, en el piso de abajo, la mujer tarareaba lo que parecía música clásica, interrumpiéndose de tanto en tanto para murmurar frases cortas, como hablando sola, y aunque puse atención no pude determinar que era lo que decía. A esta altura yo tenía desarrollado un estado de irritación tan grande que hasta la caída de un alfiler bastaba para hacerme perder la compostura y harto de sus cánticos grité furioso:
- Señora, ¿puede cerrar el pico que intento pensar?
- Cómo no, amigo mío, disculpe la molestia.
A pesar de la rudeza con que hablé su respuesta fue amable. La normalidad de su respuesta no dejó de inquietarme, y llegué a pensar que mi actitud era algo que ella calculaba desde el momento en que comenzó a cantar. Pensándolo mejor, quizás ella percibía mi confusión y en realidad se mostraba alegre para tranquilizarme. De ser así su agudeza no admitía reproche, y lejos de tratarla de mala manera, debía estarle agradecido. Pediría disculpas al bajar.
De repente, pasos en la escalera me sorprendieron, pero la sorpresa fue aún mayor cuando la persona que apareció no fue la recepcionista sino un hombre alto y desgarbado luciendo un traje negro y un bastón en su mano. El traje era exageradamente grande y parecía colgarle de los hombros como en una percha. Su rostro pálido y anguloso esgrimía unos profundos ojos grises que me causaron un escalofrío. Sin decir una palabra se detuvo frente a mí y comenzó a registrarme de arriba abajo con actitud tranquila. Pensé asustado que podría ser el esposo de la recepcionista que venía a poner las cosas en su lugar. Pasaron los segundos y el escalofrío se transformó en un temblor aparatoso. Sentí deseos de salir corriendo, pero me pareció exagerado, no era más que un hombre. Intenté hablar, pero no pude, las palabras no salían, no tenía palabras en mente, solo la horrible sensación de incertidumbre. Por fortuna el hombre abrió la boca:
- Buen día.
El día no tenía nada de bueno pero contesté con automatismo:
- Buen día.
- Disculpe la demora.
- ¿Demora?
Sin contestar el hombre señaló el sofá ubicado a la derecha de la sala, al cual me dirigí y tomé asiento. Su figura era dominante. Hizo un gesto de aprobación y se acomodó en el sofá del costado contrario de la sala. Cruzó las piernas con parcimonia, apoyó el bastón a un costado del sofá, sacó una pipa, la encendió y comenzó a fumar. Estábamos separados por algo más de 4 metros, pero yo sentía que estábamos pegados el uno al otro, podía incluso sentir su respiración. Pareció leer mis pensamientos porque dijo:
- Como verá, no sólo el tiempo es relativo.
Yo no sabía que contestar, por lo que asentí con la cabeza. Tomó la posta una vez más:
- Por mi parte, no soy muy amigo de las ciencias exactas.
Fumó en silencio. Su calma era imponente, yo en cambio era un manojo de nervios y sólo pensaba en terminar con este desafortunado encuentro. Iba a despedirme cuando el sujeto preguntó:
- ¿Qué piensa usted sobre el tema?
- Disculpe, no se de qué está hablando.
- Por eso le pregunto, para que se lo cuestione.
- No estoy con deseos de pensar.
- Ah señor, pero si usted no piensa nadie va a pensar por usted.
- Disculpe, pero no me vienen pensamientos a la cabeza en este momento.
- Sin embargo este momento es cuando más los necesita.
Esto me desagradó por lo que decidí atacar.
- ¿Usted quien es?
- Eso no tiene importancia. Lo que intentamos saber aquí es quién es usted.
- No quiero ser antipático, pero mi nombre no es de su incumbencia.
- Ciertamente, no es su nombre lo que yo busco. De cualquier manera su nombre es como un presente de cumpleaños.
- Como usted diga.
- Yo creo que la vida es lo que pasa mientras uno duda. ¿Qué le parece?
- No sé, no lo había pensado.
- Píenselo, ¿está de acuerdo o no?
- Puede ser.
- Ah, ya veo.
- ¿Qué cosa?
- Ya veo porque estamos aquí conversando. Sin embargo usted está seguro de su nombre.
- Correcto.
- ¿A que ha venido a la Solistería?
- Eso es algo que me gustaría saber, no logro entenderlo.
- Sin embargo está seguro de su edad, ¿no es así?
- Naturalmente.
- Digamos que eso lo pensaron por usted, se lo dieron pensado.
- Si a usted le parece, por mi está bien.
- Me gustaría que pensara, usted solo, porqué está en este lugar.
- Es que no se me viene la respuesta.
- ¿Sabe una cosa? Los pensamientos son los diamantes de la época. Ya habrá notado que estamos en tiempos en que la forma ha sustituido a la esencia. Digamos que la forma respondía a la esencia y hoy en día la forma responde a la forma. Como un conjunto de construcciones que tienen por base la construcción y no los cimientos, de los cimientos nadie se acuerda. Hemos llegado a grandes alturas, pero no sabemos de donde venimos, cuales son los pilares que sostienen el interminable crecimiento. ¿Curioso no?
- ¿Y eso que tiene que ver con mi llegada a este lugar?
- Más de lo usted sospecha. Usted escribe lo que interpreta del pasado, su problema es de interpretación, su problema es interpretar. Yo creo que ha borrado usted su pasado a cambio de una interpretación del mismo. Y de hecho, habría que ver si realmente vivió su pasado. En síntesis, en cuanto a su presente, que también será su pasado, usted se ha olvidado de él, por lo tanto, usted ha dejado de crear. Bueno, ha sido un gusto.
Luego de ponerse de pie con dificultad el sujeto desapareció por la escalera. Me sentí aliviado. Su reflexión me dejó vacío.
Tomé la escalera y bajé. Me arrastré hasta mi puerta y destrabé los 5 cerrojos. Entré al cuarto tambaleándome de cansancio, me molestaba el hecho de caminar, me molestaba moverme. La ventana era tan pequeña que dudé que hubiese ventana alguna.
Instalado en la cama comencé a escribir. Ideas vagas asomaron, ideas cortas sin norte. Me costaba escribir y así estuve por un buen rato hasta que me resigné. Sentí que el escritor que en algún momento surgía en mí se había agotado. La indiferencia se hizo reina y no había nada para decir. Lo último que recuerdo haber escrito es lo siguiente: El presente es creación. Cerré los ojos.
Lo que sucedió después no puedo garantizarlo. Hay confusión. Estoy bastante seguro de que aumentaron los cerrojos y se fueron las ventanas. Murieron los árboles.
Creo que en algún momento desperté. Realidad, sueños, que más da. Me levanté y fui con desesperación hacia el piso superior, buscando un refugio para mi malestar. Entonces encendí el televisor. Si, encendí el televisor. Otra vez la misma habitación, sólo que ahora los gemidos tenían un correlato, un hombre en escena. Con la sangre helada pude distinguir al hombre que había prometido no volver a la Solistería. Y ahí estaba explicando los gemidos, dando coherencia, razonabilidad a esos gemidos, a esos gemidos reales ahora, a esos gemidos sin duda, esos terribles gemidos humanos. Una sensación enclaustrada en un hombre, una represión, un resentimiento. Sentí que su humanidad se agotaba en su vos y eso me paralizó.
También recuerdo los 3 golpes. Eso también está más cerca. Abrí los 7 cerrojos que me defendían del mundo. Era la recepcionista. Y yo, a esta altura, tenía que ser guiado. Me pidió que la siguiera. La seguí. Fuimos hasta la próxima habitación. Mientras abría la puerta me dijo:
- Creo que estamos listos.
Me dolía el cuerpo, como si mis huesos estuviesen a punto de explotar. Conté mentalmente los cerrojos. El click de cada cerrojo me idiotizaba. La música, que no se de donde venía, comenzó a tronar en mi cabeza causándome el malestar de los malestares. La mujer, en un tono innecesariamente siniestro comentó:
- Ahora somos lo mismo.
Comenzó a reír como trastornada. Yo no podía reflexionar. Sentí ganas de llorar, pero mi llanto se había secado.
Traspasé el umbral de la habitación y sentí la línea sin regreso. Volteé para ver la cara suficiente de la recepcionista, con ese gozo maligno que terminó por destruirme. Mi instinto hizo su último esfuerzo por sacarme de la habitación, pero mi instinto estaba encadenado. Una mano me empujó, la única posible. Caí de rodillas en el suelo, y cuando miré la entrada de la habitación vi lo que deseaba no ver. La recepcionista no tenía rasgos, lo único distinguible eran dos ojos vidriosos y transparentes, dos ojos que me congelaron, en un rostro sin forma, plano y asqueroso. El peso del terror aplastó mi cuerpo. Comencé a gritarle, pero mis gritos no gritaban, se perdían en la asquerosidad del rostro irreconocible de la recepcionista. La puerta se cerró, y eso fue todo para mí. Conseguí levantarme, y con las pocas fuerzas que me quedaban tuve la honradez de asegurar los 8 cerrojos.

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